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Midnight to six man
by perropampa™

El 5 de junio de 1977, Joe Strummer (no necesita presentación) acudió a una sesión de música jamaicana acompañado de Don Letts. Don Letts es toda una figura de la encrucijada entre el punk y la música jamaicana en el Londres de finales de los setenta, aunque su posterior fama se debe sobre todo a su trabajo como documentalista cinematográfico. En 1978, para empezar, filmó en super-8 el hoy objeto de culto The Punk Rock Movie. Como músico, formó parte del proyecto post-Clash de Mick Jones Big Audio Dynamite, lideró Screaming Target, un fallido grupo de pop-reggae, y ha firmado unos cuantos discos de dub-reggae. Algunos tal vez conozcan a Don Letts sin saberlo, porque es él quien aparece, en actitud suponemos que desafiante (lo vemos de espaldas), ante la policía de Londres en la icónica instantánea captada durante los disturbios del carnaval de Notting Hill de 1976.

El concierto en cuestión, en el Hammersmith Palais de Londres, reunía a cuatro figuras mayores de la música jamaicana del momento: Dillinger, Leroy Smart, Delroy Wilson y Ken Boothe. Se dice, y Don Letts lo ha confirmado,  que Strummer era el único blanco en el lugar. También, que el espectáculo no le gustó lo más mínimo. Lo primero resulta bastante lógico, el reggae era por entonces una música totalmente guetificada; lo segundo cuesta más creerlo, considerando el nivel de los artistas y la pasión de Strummer por la música jamaicana. Sin embargo, si el testimonio de Don Letts no fuera suficiente, contamos con la explicación que el propio Strummer elaboró en una de sus mejores canciones, “(White man) in Hammersmith Palais”, que compuso como relato de aquella ocasión.

El cartel, insisto, era indiscutible. Lester Bullock “Dillinger” (Kingston, 1953) era uno de los principales referentes de la segunda generación de deejays jamaicanos. Discípulo de Dennis Alcapone y producido en sus primeros trabajos por gigantes como Lee “Scratch” Perry, Augustus Pablo y Coxsone Dodd, Dillinger había grabado pocos meses antes su fundamental CB 200, respaldado por nada menos que The Revolutionaries. Ya circulaba, por tanto, “Cokane in my brain”, una de las canciones más gamberras de toda la música reggae. Además, grabaría muy poco después el más que recomendable Ask Me a Question, lo que significa que el repertorio a su disposición para el concierto en Hammersmith era sin duda deslumbrante. Discogs.com atribuye a Dillinger seis discos solo en 1977. El toast de Dillinger es uno de los que más claramente anticipa la cadencia del hip-hop. En el mencionado Ask Me a Question, se hace audible un esfuerzo vocal que lleva a pensar, en algunos momentos, en un deejay llegado al límite del desfallecimiento para sacar su declamación adelante. ¿Pudo no gustarle a Strummer? Cuesta creerlo.

Leroy Smart (Kingston, 1952) se había manifestado aquel mismo año como uno de los más prometedores artistas de la orientación roots de la música jamaicana, con dos álbumes (Impressions of Leroy Smart y Dread Hot in Africa) que resultarían a la larga lo mejor de toda su extensa carrera. Su estilo interpretativo ha sido descrito como angustiosamente expresivo y su compromiso con los valores de la utopía africanista está fuera de cualquier duda. ¿Qué pudo sobrar o faltar a su espectáculo para no conmover a Strummer?

Delroy “Cool Operator” Wilson (Kingston, 1948-Kingston, 1995) fue, bajo los cuidados de Coxsone Dodd y otros productores de primer nivel, el primer niño estrella de la música jamaicana. Creció al mismo tiempo que el ska daba lugar al rocksteady, y durante casi toda su carrera adulta permaneció anclado a un estilo especialmente amable de esta deriva jamaicana de la música soul. La elegancia de trabajos como el afamado Sarge (1976) ciertamente sitúa a Wilson en las antípodas musicales de la irreverencia de Dillinger. La impresión se acentúa en grabaciones como Worth Your Weight in Gold (1984), en que el dub alcanza una extraña dimensión orquestal. No cuesta imaginar, en este caso, que Strummer no encontrase en Wilson aquello que él esperaba y confiaba a la música jamaicana. Con todo, vivir en una misma sesión el contraste entre un Wilson y un Dillinger es algo que hoy cualquier aficionado ansiaría haber vivido, precisamente en el mejor momento de las dilatadas carreras de ambos artistas.

Ken Booth (Kingston, 1948) está considerado como uno de los más grandes intérpretes de la era rockstady, tal vez solo aventajado por el mismísimo Alton Ellis. Sin embargo, el giro a mediados de los setenta hacia una música mucho más electrizante y comprometida, cuya mejor plasmación es el Got to Get Away Showcase de 1978, con producción del genial Phil Pratt, debía convertir a Booth en un músico con un fondo estético e ideológico ciertamente afín al de Strummer.  ¿Qué pudo ser, entonces, lo que Strummer esperaba de aquel concierto y no encontró? ¿O qué encontró allí, para su disgusto, sin esperarlo?

El conjunto de músicas jamaicanas que hoy conocemos con la denominación genérica de reggae es uno más de los ejemplos de músicas originadas en diferentes contextos portuarios desde finales del siglo XIX, rápidamente “vernacularizada”, es decir, asociada al carácter nacional o local del lugar de origen, y casi tan rápidamente expuesta a difusión y popularizada internacionalmente. En algunos casos, entre los que se encuentran el calipso y los sones surgidos en las cercanas Puerto España (Trinidad) y La Habana (Cuba), esas nuevas formas musicales fueron objeto de grabación a finales de la segunda década del XX, como objeto de ensayo de los nuevos sistemas eléctricos de registro sonoro y alimento exótico de los catálogos de las principales multinacionales discográficas de la época. Trascendieron así, al igual que el tango, el flamenco o el jazz, entre otras, los límites de su cuna originaria para convertirse en objeto de admiración global y lugares comunes festivos en todo el mundo. Las dinámicas que dieron lugar, primero, a las músicas jamaicanas y, más tarde, a su popularización a escala internacional, no son muy diferentes a las descritas por Michael Denning con relación a las mencionadas arriba,  aunque, relativamente a aquellas, representa un fenómeno de segunda generación.

Además del substrato de influencias africanas y del influjo del vecino calipso, las primeras manifestaciones vernáculas del reggae, es decir, el ska y el rocksteady, son fruto de la asimilación al gusto de la isla de la fascinación por el rhythm and blues y el soul, respectivamente, desde la década de los 50 del siglo XX. Pero, por encima de todo, de la transformación en espectáculo comunitario de la reproducción de las copias de discos de 7”, sigilosamente seleccionados y comerciados desde Florida o Nueva York, en los primeros sound systems vecinales. La deriva hacia el ska se explica como una especie de inversión de la base rítmica del RnB, más la exuberancia verbal de las declamaciones superpuestas a las piezas (toast) por los deejays en los espectáculos. Semejantes ingredientes, sobre una base de soul y una cierta edulcoración del elemento verbal, explican el posteriormente exitoso rocksteady. Ska y rocksteady, inmediatamente vernacularizadas y fuertemente conectadas a las vicisitudes de la Jamaica post-colonial, fueron las formas predominante y sucesivamente exitosas de la música jamaicana a lo largo de la década de los sesenta. Les tomará relevo el root reggae, en que la cadencia musical (rithim) predomina sobre la declamación y la música se emancipa del sound system, si bien acentúa el compromiso comunitario a través de la conexión con la mística individual y social de la religión rastafari. Desde la década de los setenta, se puede decir que reggae se ha convertido en sinónimo de root reggae. A esta relación de estilos resta sumar el dub, un efecto lateral del registro en los estudios de grabación de las diferentes derivas del reggae a lo largo del tiempo. Como un instrumento más en manos del productor, el estudio proporciona medios de manipulación de los registros, ofreciendo la posibilidad de recrearlos y distorsionarlos hasta el infinito y de propiciar bases rítmicas y trasfondos musicales idóneos para el delirio de los deejays en vivo. Posteriormente emancipado de estos, el mejor dub se sitúa, sin duda, entre lo mejor de la electrónica musical.

Remedando en parte a Benjamin, lo que Strummer esperaba encontrar en el Hammersmith Palais en 1977 era todo el esplendor ritual (el aura) del reggae como manifestación de una minoría marginalizada por la diabólica lógica post-colonial; lo que encontró realmente (o creyó encontrar, Letts dice que Strummer supo más tarde poner las cosas en su verdadero sitio) fue una masa entregada a un exhibicionismo musical desprovisto de cualquier aura. La canción comienza así:

Midnight to six man
For the first time from Jamaica

Dillinger and Leroy Smart
Delroy Wilson, your cool operator 
Ken Boothe for UK pop reggae 
With backing bands sound systems 
And if they've got anything to say
There's many black ears here to listen
But it was Four Tops all night with encores from stage right

Charging from the bass knives to the treble
But onstage they ain't got no roots rock rebel

Onstage they ain't got no roots rock rebel
 

En medio de una multitud supuestamente receptiva y a la espera de un discurso incendiario (many black ears here to listen, if they’ve got anything to say), el cantante se lamenta de haber sido testigo de un simple espectáculo propio del más conformista de los formatos comerciales, que Strummer personifica en The Four Tops, la emblemática banda de los fabricantes de hits del soul americano, la Motown. Ni el cuarteto de artistas se comportó en el escenario conforme a las expectativas del decepcionado testigo (onstage they ain't got no roots rock rebel), ni hubo otra respuesta entre el público, podemos suponer, que alborozo y el habitual consumo de delicias de la comida callejera jamaicana y cerveza. Simple diversión y conformismo, en resumen, en una noche que Strummer debió imaginar víspera de la revolución de la diáspora jamaicana en Londres.

Sabemos por el testimonio de Don Letts que esta parte de la canción refleja realmente el sentimiento de decepción de Joe Strummer en el Hammersmith Palais aquella noche de junio de 1977. Sin embargo, quién habla en una canción, como quién habla en cualquier otro tipo de poesía, es una cuestión muy compleja y, sin duda, una de las más intrigantes, y tal vez definitoria, del género.  En el fondo, la primera persona que habla en una pieza es creación de la propia pieza. No se identifica con ninguna otra persona localizada fuera de ella. En la canción, como en el poema, solo habla la canción, o el poema. Aclarado esto, es decir, eliminado el Strummer de carne y hueso que asistió al concierto y compuso la canción, el arranque de “(White man) in Hammersmith Palais” es la crónica propia de una mirada extraña e ingenua de un evento que, sin duda, cumplió las expectativas rituales de la inmensa mayoría de los asistentes. En otras palabras, un caso de manual de lost in translation.

Tras su emancipación de la metrópoli, en muy pocos años Jamaica sumó a la pobreza endémica propia de cualquier territorio colonial la entrada en decadencia de algunas de sus fuentes tradicionales de riqueza (para unos pocos), como la bauxita (aluminio). También, la disgregación social y la violencia en buena medida provocada por las tentaciones hacia la isla de los contendientes de la guerra fría, los Estados Unidos y la Unión Soviética (desde la plataforma de Cuba). En muchos sentidos, la independencia fue un regalo envenenado para Jamaica. La salida del país, y, un tanto paradójicamente, sobre todo al Reino Unido, se convirtió en tabla de salvación para centenares de miles de jamaicanos. La cifra de jamaicanos en la diáspora tras la independencia del país equivale a la de los residentes en el territorio nacional. Dicen que todo es relativo. Para un jamaicano, ciertamente, la idea de un gueto en Kingston o en la periferia de Londres no debe de corresponderse con la misma idea de “gueto”. Insisto. La idea de que cuatro músicos jamaicanos pudieran encender el ánimo de una multitud, en realidad reunida para bailar hasta el desmayo, encaminarla hacia Westminster y animarla a convertir en una pira el Parlamento del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte era, en el Londres de 1977, claramente ingenua.

Strummer vivió la ocasión como un simple espectáculo que cualquiera, jamaicano o no, podría haber disfrutado con la superficialidad con que se disfruta una mera exhibición. Y, sin embargo, asistió, sin saberlo ni sentirlo así entonces, a un evento mágico. Los cuatro ases de la música jamaicana, sin la menor duda, desplegarían los talentos que a ninguno de ellos faltaba y conseguirían a ojos de todos (menos uno) el milagro de la desaparición de su angustioso contexto vital, ofreciéndoles la dulce venganza de saberse en mitad de una vorágine sensorial fuera del alcance de los locales. Extraño privilegio propiciado por las artes chamánicas de cuatro artistas: hacer brillar la dignidad del oprimido, más allá del sufrimiento, con el poder corrosivo del placer imprevisto. ¿Qué forma de resistencia más radical cabe imaginar que esta completa anulación mental de la opresión cotidiana? ¿Qué mayor vigor ritual podría esperarse de la música?

Curiosamente, la segunda parte de “(White man) in Hammersmith Palais” es todo menos ingenua. La canción toma un giro inesperado y se transforma entonces en una ácida crítica al sistema político local. También, al asentimiento, implícito pero cómplice, de los artistas, personificados en esa new wave tan cuidadosamente diseñada en despachos de trajeados ejecutivos, versión domesticada e inane, simple usar y tirar, chapuceada, en realidad, a partir de los restos del efímeramente salvaje punk.

The new groups are not concerned 
With what there is to be learned
They got Burton suits, ha, you think it's funny

Turning rebellion into money
All over people changing their votes
Along with their overcoats 
If Adolf Hitler flew in today
They'd send a limousine anyway

 

La letra habla por sí sola (los dos versos finales del fragmento contienen una de las punzadas más profundas a la normalidad democrática escritas y cantadas alguna vez). En comparación, la aparente pasividad de los caribeños es toda una bomba incendiaria. Es probable que este sea el mensaje profundo de la canción, con el que la ingenuidad del relato de partida se nos revela definitivamente como relato de una ingenuidad.

 

No hay rito musical que no se exponga a ser jibarizado por un exhibicionismo trivial, sin embargo. Las músicas vernáculas jamaicanas lo experimentaron desde el momento mismo de su nacimiento, cuando los ritmos emergentes de la isla fueron destilados para convertirse en uno más de los exóticos atractivos de los complejos turísticos norteños de Montego Bay. Ya antes le había tocado al calipso. Byron Lee and The Dragonaires personifica este acartonado estándar musical hecho para el recreo del viajero, quien no conocerá realmente ni la isla ni su música. En tiempos más recientes, aunque ya distantes, una versión descafeinada del roots reggae con que Bob Marley, Peter Tosh y Bunny Wailer habían puesto a Jamaica en el foco de atención de los más curiosos y exigentes seguidores de la música popular, se transformó rápidamente en los ochenta del XX en sinónimo de música veraniega y distracción de chiringuito playero. Los cada vez más decadentes álbumes de Eddy Grant a lo largo de la década o las casi siempre innecesarias versiones de los UB40 ejemplifican bien el fenómeno.

 

Existe un ciclo inevitable que lleva de la autenticidad de la experiencia ritual de una forma musical a la falsificación a que la aboca su adopción masiva como objeto de un interés superficial y descuidado. Tras este proceso de “fetichización” (Adorno),  una suerte de obscena descontextualización, atomización y estilización de unos cuantos detalles efectistas, nada que mínimamente se asemeje a una auténtica vivencia estética resulta posible. Se impone en su lugar una experiencia espuria, “infantilizada” (Adorno), consistente en el reencuentro festivo, por completo superficial, con un puñado de rasgos fácilmente reconocibles y esperados sin ninguna buena razón. Adorno escribió, sobre el caso particular de la música, que la apariencia había dejado de ser un indicio fiable de la esencia. Strummer creyó ver solo apariencia donde seguramente había mucha esencia. Con más frecuencia, es lo aparente lo que se impone engañosamente como esencial.

 

Pero la música siempre encuentra su vía de escape…

 


 

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