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Buffalo soldier
by perropampa™

El vínculo entre la música reggae y el movimiento teológico e ideológico rastafari es de sobra conocido. Tal vez no lo sea tanto, en cambio, que se trata de una vinculación relativamente tardía, limitada al desarrollo de la música jamaicana conocido como roots reggae. Cierto es que el roots reggae ha acabado por convertirse en epítome de toda la música reggae, que es como decir de toda la música jamaicana. No obstante, ni el ska ni el rocksteady tuvieron una dimensión espiritual y política equiparable a la del roots reggae. El desarrollo del roots reggae tiene mucho que ver con la edulcoración del rockstady, música de filiación soul y propensa como esta a funcionar un tanto industrialmente al servicio de las necesidades de la pista de baile.

Al compromiso político del roots reggae están dedicados, entre otros, los tres primeros apartados del capítulo “Jamaica y África: el legado de la colonización”, del ensayo Músicas contra el poder, de Valentín Laredo (Madrid: La Oveja Roja, 2016), y el capítulo “Arde Babilonia candente, al rojo vivo”, en 33 revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta, de Dorian Linskeys (Barcelona: Malpaso, 2015). En ambos textos se explica a la perfección las sobradamente conocidas posiciones emancipatorias y panafricanistas que han impregnado la música reggae, en concreto a través de la utopía etíope. En un sentido complementario, la importancia del reggae en el desarrollo y proyección internacional del movimiento rastafari la destaca con especial énfasis el historiador y sociólogo Michael Barnett (The Rastafari Movement. A North American and Caribbean Perspective. Oxon: Routledge, 2018), quien atribuye una fase específica de la historia del movimiento al período (1968-1981) en que fue de la mano de aquel. 1981 es la fecha de la muerte de Bob Marley, responsable central del fenómeno. En todo caso, ya antes de esa fecha se deja sentir en Jamaica la deriva del reggae hacia variantes dancehall ligadas a la diversión trivial y a contenidos de marcada carga misógina y, en el resto del mundo, hacia un roots de chiringuito usado como excipiente lírico de un flower power postizo. Puesto que la dimensión propiamente etiópica del roots de Marley, Tosh, Burning Spear, etc., ha sido ya suficientemente relatada, prefiero ocuparme aquí de un fleco mucho menos conocido del compromiso panafricanista de la música jamaicana.

Aunque no sea común referirlo así, tal vez por las connotaciones especialmente negativas del término en las últimas décadas de terrorismo yihaidista, la idea y práctica de la “guerra santa” no ha sido del todo ajena ni al rastafarismo ni al roots reggae que lo ha salmodiado. Existe un interesantísimo precedente en los primeros e inciertos años del movimiento, en la década de los treinta del siglo XX, cuando algunos de sus primeros seguidores solicitaron a la autoridad colonial autorización para unirse al ejército de Etiopía en la lucha contra la ocupación del país en 1935 por parte de las tropas de Mussolini. La petición no fue atendida, pero los jamaicanos celebraron como propia la victoria y el regreso al país de Haile Selassie I en 1941. Es posible que la información sea nueva para algunos: Haile Selassie I fue considerado por los primeros rastafaris como un profeta a la altura de Jesucristo y, más tarde, como la propia divinidad. El nombre, mientras fue príncipe, del Rey de Reyes había sido Rastafari.

El episodio en que quiero centrarme nos traslada unas décadas más adelante y nos sitúa en el ambiente de “guerra fría” que se impuso en el planeta durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX. Como es bien sabido, y aunque suene paradójico y hasta caricaturesco, la guerra fría tuvo uno de sus puntos más calientes en el Caribe. Jamaica, por diferentes razones geopolíticas, tenía todas las papeletas para convertirse en un escenario particularmente activo de este conflicto de aparente baja intensidad, pero de nefastas consecuencias allí donde los intereses, o la simple paranoia, de rusos y americanos entraban en colisión. La isla se había independizado definitivamente de la metrópoli en 1962. Sin embargo, lejos de emanciparla realmente, la nueva situación la convertía en terreno especialmente fértil para una sorda disputa por sus importantes reservas de bauxita/aluminio, las quintas más abundantes del mundo, o de los ingresos, inestables pero importantes, del turismo.

El poder político en la isla se decantó inicialmente hacia el nacionalista y conservador Jamaican Labour Party (JLP), pero el auge del izquierdista People’s National Party (PNP) no se hizo esperar demasiado. Ganaría sus primeras elecciones en 1972. La proximidad de Cuba no hizo entonces más que reforzar la idea de que tal ascenso era obra de agentes infiltrados desde la isla vecina y, en último término, desde el Kremlin. Los Estados Unidos no necesitaron más justificaciones para infiltrar en la isla sus propios agentes. Lo novelesco del escenario ha sabido captarlo magistralmente Marlon Jones en su extraordinaria Breve historia de seis asesinatos (Barcelona: Malpaso, 2016). Lo que más directamente me interesa aquí nos lleva de nuevo, sin embargo, al otro lado del océano.

Allí, en la lejana Angola, las miserias del post-colonialismo eran incluso peores. Tras una guerra cruenta, Portugal claudica de su posesión de ultramar, que entra inmediatamente en una no menos cruenta guerra civil. El dominio del territorio y de su ingente riqueza enfrenta al M.P.L.A. (Movimento Popular de Libertação de Angola), creado en torno al antiguo Partido Comunista de Angola, y a la U.N.I.T.A. (União Nacional para a Independência Total de Angola). Cuba se implica directísimamente en el conflicto, apoyando con importantes contingentes al M.P.L.A. La Unión Soviética está obviamente detrás. Los Estados Unidos y la Unión Sudafricana del apartheid aceptan el envite y apoyan a la U.N.I.T.A. La situación de guerra civil perdura hasta el año 2002.

El M.P.L.A. continúa actualmente en el poder, travestido en fuerza socialdemócrata; la U.N.I.T.A se lo disputa como fuerza democristiana y conservadora. Se calcula que murieron 500 mil civiles durante la contienda y que más de 4 millones de personas, un tercio de la población, se vieron forzadas a huir de sus lugares de origen. Entre las consecuencias aún patentes del conflicto se cuentan el minoritario acceso de la población a servicios de salud, una mortandad infantil en torno al 30% y una esperanza de vida que no va mucho más allá de los 40 años. El gobierno del M.P.L.A., con José Eduardo dos Santos a la cabeza, no tardó en convertirse en una oligarquía familiar, gestora de las impresionantes reservas del país (diamantes, entre otras), y con un entramado empresarial paralelo capaz de quitar el hipo a cualquiera.

En enero de 1976, a pesar de la presión de los Estados Unidos y la advertencia explícita de su Secretario de Estado, Henry Kissinger, el gobierno jamaicano del PNP declaró su apoyo al M.P.L.A. y el reconocimiento de su gobierno como legítimo de Angola. Fue, sin duda, un clavo más en el ataúd de los años de gobierno socialista en la isla, falto de la solvencia necesaria y de cualquier tipo relevante de apoyo exterior para ejecutar su programa. A partir de ese momento, las condiciones sociales cada vez peores, los constantes estallidos de violencia callejera y la aceptación de las humillantes condiciones del FMI para reflotar el país, condujeron a que el JPL, con un brazo armado cada vez más poderoso, recuperara en las urnas el gobierno en el año 1980.

Por su parte, la cooperación cubana con el M.P.L.A. se tradujo en una primera avanzada de 200 efectivos en 1973, seguida de un contingente de 30 mil guerrilleros en la llamada Operación Carlota. No es posible saber a ciencia cierta cuántos cubanos dejaron su vida en la operación. El gobierno cubano reconoció oficialmente que algo más de 2 mil. Tampoco es posible establecer si entre los 30 mil combatientes desplazados a Angola se encontraba algún jamaicano previamente entrenado en la isla de Cuba. Sabemos, en cambio, que entre los 200 componentes de la primera avanzadilla sí había, al menos, uno: Garnet Myrie, quien además regresó con vida del conflicto.

Existen dos canciones jamaicanas, al menos, con mensajes de apoyo y llamamientos de adhesión a las filas del M.P.L.A. Ambas fueron editadas en 1976, por lo que probablemente deban entenderse como mensajes de adhesión al posicionamiento oficial del gobierno jamaicano ese mismo año. Una es muy buena y la otra extraordinaria. Dejo al lector que decida cuál es cuál, según su propio gusto y criterio.

Pablo Moses (aka Pablo Henry; Manchester, Jamaica, 1948) había alcanzado la fama un año antes con su canción de denuncia “I man a grasshopper”, éxito que repitió al año siguiente con su canción sobre los hermanos angolanos. Ambas aparecen recogidas en el álbum Revolutionary Dream, del mismo año 1976. Salvo el disco que publicó cuatro años más tarde, A Song (1980), Moses, que se mantiene en activo, no volvió a alcanzar éxitos semejantes a lo largo de su extensa carrera. Es, con todo, una figura respetada en el universo reggae.

Tapper Zukie (aka Tappa Zukie, aka David Sinclair; Kingston, 1955) fue un talentoso joven al que su familia y los músicos a cuyo cargo confiaron su formación decidieron enviar tempranamente a Londres para alejarlo de las malas influencias callejeras. Allí reafirmó su vocación musical, sin rebajar un ápice sus inquietudes sociales. En Londres graba su excelente primer álbum, Man Ah Warrior (1975), con el que regresa de inmediato a Jamaica para centrarse en su hoy clásico M.P.L.A., simultáneamente título de la canción y del álbum. Aún activo, orientó no obstante su carrera a la producción discográfica, a la que debe principalmente su prestigio.

La lucha armada concluyó oficialmente en Angola en 2002, después de que el líder histórico de U.N.I.T.A, Jonás Savimbi, fuera emboscado y abatido. La democracia formal se implantó en 2008 en el país, con los antiguos contendientes bélicos convertidos en rivales políticos. La prueba del algodón de toda democracia madura, no obstante, aún está por llegar, pues aún no se ha producido ningún traspaso de poder partidario que certifique su autenticidad. Angola es actualmente uno de los países más contradictorios del mundo, en que la miseria generalizada de la población contrasta con las inmensas posibilidades y recursos del territorio y, de manera especialmente sangrante, con el hecho de que Luanda aparezca habitualmente entre las capitales más caras y con mayores burbujas de alto nivel de vida del mundo.

La historia de Garnett Myrie la cuenta Basil Wayne Kong en un libro titulado Bad Boy from Jamaica: The Garnett Myrie Story (Bloomington, IN: Xlibris, 2014).  En su caso, la llamada a las armas de Moses y Zukie llegó tarde, puesto que ya se encontraba entre aquellos primeros desplazados de 1973. En todo caso, debió ser gratificante, si llegó a hacerlo, escuchar esas canciones. Es muy probable que haya sido así, pues el autor del libro detalla que Myrie fue amigo de Peter Tosh, con el que tuvo relación antes y después de la contienda de Angola. Debió estar, pues, conectado con el mundo de la música reggae. Ignoro la implicación real de Myrie en el frente de batalla, las atrocidades en que pudo participar o atestiguar. Tampoco sé nada sobre sus opiniones acerca de la deriva del régimen angoleño que ayudó a establecer. Bob Marley tendría a Myrie, con todo, como un honorable descendiente del soldado búfalo que inmortalizó en su disco póstumo Confrontation (1983), dedicado los soldados afroamericanos del 10º Regimiento de Caballería del Ejército de la Unión durante la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865).

Causas como la emancipación de los esclavos afrodescendientes, en el caso de los soldados búfalo de los Estados Unidos, la liberación del intento tardoimperialista italiano, en el de los frustrados voluntarios a favor de Helassie, o la defensa frente al neoimperialismo norteamericano, son, en fin, tres ejemplos contrastados de lo que para un rastafari puede motivar que su música se encienda, se ensucie y se convierta en una llamada a las armas por el viejo continente de Etiopía.

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