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¿Qué es un concierto de rock?
Guillermo Lorenzo
En poco más de una semana hemos podido asistir a la coronación de Bruce Springsteen en Barcelona y al concierto de Carlos III en Londres. Y viceversa. Yo llevaba unos días preguntándome qué es un Concierto de Rock (así, con mayúsculas) y los acontecimientos vinieron a ponerme la respuesta en bandeja: un Concierto de Rock es una Coronación Real (también así, con mayúsculas). De rebote, me permitieron descubrir que una Coronación Real es un Concierto de Rock. God save the Boss! Visca el Rei!
El Estadi Olímpic Lluís Companys, por sus dimensiones, compensó suficientemente la singularidad de cada uno de los presentes en la Collegiate Church of Saint Peter at Westminster. Según mis cuentas, al menos, la distinguidísima cifra de más de cien mil anónimos asistentes a la coronación de Bruce equivale a los distinguidísimos dos mil invitados en la iglesia abacial. En Westminster estaban presentes royals como Leticia Ortiz, Máxima Zorreguieta, Kate Perry o Nick Cave, pero en Monjuïc no faltaron plebeyals tan a su altura como Michelle y Barak Obama o Steven Spielberg y Kate Capshaw.
Sabemos que algunos de los platillos escogidos por Carlos y Camila para el almuerzo de coronación fueron elaborados por renombrados chefs como Ken Hom (costillar de cordero con adobo estilo asiático), Nadiya Hussain (berenjena de coronación) y Adam Handling (trifle de fresa y jengibre). En Barcelona, el chef fue Rafa Zafra (recomendado, cómo no, por ese demiurgo de los fogones llamado José Andrés) el encargado de la cena de víspera: ibéricos, anchoas con coca hojaldrada con aguacate, selección de ostras, tostada de pan brioche con mantequilla y caviar, bikini de salmón ahumado y caviar, gambas de Roses XXL, mongetes de Santa Pau con morrillo de atún y panceta ibérica, guisantitos con tripa de bacalao, bull negro con trufa de primavera, lenguado a la Meunière clásica y un exclusivo plato, fuera de carta, de carne de wagyu especialmente criado con audiciones de Nebraska, The River y Born in the USA (sí, claro, hubo postres: torrija XXL con helado de su embebido, pastel de chocolate con galleta salada de turrón, pastel de queso tibio y fruta alegre; y vino, naturalmente, Sierra Cantabria, Rioja, blanco). Lo dicho, las coronaciones plebeyas siempre exigen un plus de compensación respecto a sus homólogas reales.
Todo concierto de coronación debe dejar su imagen icónica y los que estoy radiografiando no han sido excepción. Del de Londres quedará, tal vez, el segundoplanismo de Andrés y Enrique, o el no rostro del último, borrado durante toda la ceremonia por la pluma que remataba el tocado, muy como de tuna salmantina, de la princesa Ana; del de Barcelona, sin duda, el momento tanxungueira de Michelle Obama, que se marcó un numerito de coro y pandereta en el primero de los conciertos del Olímpico.
De estas cosas, en fin, están hechas las ceremonias de unción real. En Barcelona, a los borbones no les tienen gran aprecio, pero a los valores de una buena monarquía no parece que le hagan del todo ascos: consulten la prensa general y especializada de aquellos días y cuenten las veces que declaran rey al Boss. Yo lo he hecho y no son pocas. Y viceversa: vean un repasito de lo que sucedió en Londres y concluirán que buena parte de toda aquella parafernalia procedía de los destrozos de algún añejo concierto de Queen.
Un Concierto de Rock (así, con mayúsculas) es, en el fondo, un momento de autoafirmación y tributo del artista coronado. También de su séquito (‘agregación de gente que en obsequio, autoridad o aplauso de alguien lo acompaña y sigue’; adivinen la fuente), que ve recompensados sus desvelos por conseguir las entradas, por el desembolso económico o por la incomodidad del desplazamiento (en su caso) y de los apretujones antes, durante y después del evento, con la confirmación de que cientos de miles de seguidores no pueden estar equivocados, igual que no pueden estarlo los nueve de cada diez dentistas que recomiendan flúor para prevenir las caries. Bruce venía de publicar un disco de versiones de estándares de la música ligera norteamericana (o algo así) que le valió la mofa de los críticos y la confusión de muchos de sus seguidores. Tal desconcierto exigía un buen programa de conciertos de coronación y desagravio. Y parece que el Boss ha conseguido volver a poner las cosas en su sitio, a juzgar por los comentarios de críticos (seguidores o no) y seguidores (críticos o no).
Sinceramente, yo no creo que el público de un Concierto de Rock sea inmune a la atracción por la sorpresa que supongo que mueve a quien acude a disfrutar cualquier tipo de espectáculo, igual que no creo que los royals sean fanáticos del aburrimiento y se vuelvan locos por asistir a los ritos asociados a las unciones y defunciones de los de su ringorrango (DLE™: ‘rasgo de pluma exagerado e inútil; adorno superfluo o extravagante’; ¡Olé, princesa Ana!). Todos necesitamos ciertas dosis de sorpresa para sobrellevar el terraplanismo del noventa por ciento de nuestra existencia. Ahora bien, existen tantas maneras de sorprenderse que uno se pregunta por qué las nombramos a todas con la misma palabra («¿Y quién te ha dicho a ti que se le deba exigir claridad al lenguaje? ¿Te crees que es algo así como el detergente del pensamiento? ¡Menuda idea tonta!» –me suelta no sé quién desde no sé dónde).
Quien asiste a un Concierto de Rock se lleva consigo en la mochila (debidamente registrada en el acceso al recinto) todo un kit (del ingl. kit, y este del neerl. kit, nos informa DLE™) de expectativas, igual que quien asiste a una Coronación se sabe al dedillo los pormenores de la ceremonia de unción real, que los actores del evento se encargarán de satisfacer o defraudar. En el Concierto/Coronación, la sorpresa es la unidad de medida de la satisfacción: ¡Va a tocar «Darkness on the edge of town»! ¡Lleva una gorra roja en el bolsillo trasero! ¡La pandereteira que está al lado de Patti Scialfa es Michelle Obama! La sorpresa, al fin y al cabo, mide la incertidumbre despejada y para el acólito (‘persona que sigue a otra, con una actitud de dependencia y subordinación’; sí, la fuente es la de siempre) la incertidumbre gira alrededor de lo que desea ver cumplirse. Le llena de gozo que Bruce vista de negro o le regale su armónica a un espectador de la primera fila, como llenó de gozo en Londres el metraje exacto de la cola del vestido de la Reina Consorte en ciernes o el programado beso del Príncipe de Gales al recién ungido Rey del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.
Así es el «arena rock», sea en Westminster o en Montjuïc. Y si alguno se desplazó a uno u otro lugar abierto a emociones más fuertes, mejor habría hecho metiéndose en un garito cualquiera, que no faltan en las dos cuidades, a escuchar junto a una decena de personas una banda cuyo nombre le dijese poco o nada. Porque ahí, en un concierto de rock (así, con minúsculas) es donde el espectador accidental podrá seguramente, no encontrar (que es lo que sucede cuando alguien busca), sino encontrarse con la genuina sorpresa de lo inesperado. Eso que consigue ponerlo todo patas arriba.
No hace mucho, pregunté en La Escena a un Julián Hernández imaginario si en algún momento había sentido que Siniestro Total se había convertido en una banda tributo de Siniestro Total. Le hice responder lo siguiente (sé que me lo ha perdonado): «¿Pero qué banda de rock no se tributa a sí misma? ¿De qué va un concierto de rock entonces? ¿De qué va el rock?» Es posible que sea una especie de ley del desarrollo para las bandas de rock. Y está claro que es posible alcanzar tal estado, propio de la longevidad, con diferente grado de dignidad. Desde luego, lo de Springsteen, por lo que dicen las crónicas, suena mucho mejor que cualquiera de los homenajes que, en forma de disco, concierto o compadreo con altos dignatarios mundiales, se dan de vez en cuando Bono Vox y sus muchachos.
No me entiendan mal, por favor. No dejen de asistir a macroconciertos (son una obra social, crean puestos de trabajo). Pero déjense caer también por garitos y pequeñas salas de conciertos. La verdadera emoción está en ellos.
