¡Viva la pandemia!
Mientras me ocupo del rito nocturno de depositar la basura clasificada en sus correspondientes y ya saturados cubos, se acerca a cumplirlo también una vecina a la
que me unen largos años de comunidad, portal y piso compartidos. Va enmascarada
hasta las cejas, aunque hace algunos días que ha decaído la norma que obligaba
a hacerlo en espacios abiertos. Por una especie de cortesía mal entendida que se ha
convertido en acto reflejo, me disculpo por estar en plena calle a cara descubierta.
Me dice que no me preocupe, que no le importa, pero que ella prefiere seguir
siendo precavida (por tanto, le importa). Aunque ya está vacunada, añade que lo
hace por los jóvenes que aún no han sido llamados. Por sostener un poco más la
conversación, antes de dirigirnos cada uno a su cubículo, le respondo que, estando
vacunada, su respiración apenas transmitirá carga viral y que, aunque la pille un
joven, lo más seguro es que ni lo note. Lo pueden llevar a casa y contagiar a los
mayores, insiste angustiada. Estarán vacunados, le recuerdo, a ver si se le pasa un
poco el susto. Es que, me aclara, contra toda evidencia demográfica y en una de las regiones más envejecidas de la vieja Europa, los padres de ahora son muy jóvenes.
Aunque se estile decir más bien lo contrario, el hombre es el animal irracional por
excelencia. Tal vez el único capacitado para la irracionalidad, porque
también solo él es capaz de ser racional, si se lo propone. Pero al ser humano le
agrada redescubrir una y otra vez las ventajas de la irracionalidad sobre las exigencias
de la acción reflexiva. ¡Viva la pandemia! Escribo esto mientras día tras día
se anuncia la gesta de un nuevo record diario en el número de vacunas inoculadas,
son llamados a recibirla los menores de 35 años y el horizonte de la inmunidad de
grupo se avista a poco más de un mes. Sin embargo, al grupo le sienta bien seguir
siendo rebaño. Pues que venga el lobo.
