Si Foucault levantase la cabeza
En el pasado no estaba claro si las prisiones, los manicomios y los hospitales se encontraban
a uno o a otro lado de sus muros. De un lado, estos servían para clausurar
a criminales, a locos y a enfermos, es decir, a todo aquel que resultase imprevisible
o molesto; del otro, para someter al resto, no menos clausurado, a la ’normalidad’,
es decir, a la obligación de cumplir y vigilar el cumplimiento de las pautas de docilidad
capaces de evitarle a uno los inconvenientes de pasar al otro lado. El ingenio
y la economía del sistema es admirable. Con todo, resulta aún más admirable que hoy, en un mundo mucho más masificado y complejo que aquel, más nivelado y, en
apariencia, más habituado a la diversificación de ”lo normal", se haya podido producir
el milagro de convertir nuestras ciudades en enormes prisiones domiciliarias,
sin necesidad de muros ni control policial añadido, en las que todos nos plegamos
a renunciar a nuestra individualidad y al ejercicio de la acción responsable durante
meses.
Ni el alivio que podamos sentir al sabernos individual o colectivamente inmunizados,
ni el logro civilizacional que podamos pensar que ha representado la elaboración,
distribución e inoculación de anticuerpos en millones de personas en tiempo
record, deben servir para que pasemos por alto la reflexión profunda que hasta el
más absurdo de los pequeños detalles que hemos vivido durante estos meses merece.
No podemos olvidarnos que la capacidad de proliferación del virus y su masiva
letalidad resultan aún más imponentes que la respuesta de la industria farmacéutica.
Si el virus ha salido de un laboratorio, ese será el hecho que principalmente
quedará marcado como un punto de inflexión en la historia humana. El otro, sin duda, la transformación del mundo entero en un improvisado laboratorio social,
del que habrán salido las más oscuras anotaciones sobre la maleabilidad del animal
humano impulsado por la irracionalidad, siempre tan a flor de piel, alimentada por
el miedo y el autoengaño.
