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Papá, ¿por qué los franceses mueven las manos al hablar?

¿Y por qué los españoles aplaudían a las 20:00 durante la noche de la era pandémica? Gregory Bateson lo explicaba más o menos así en uno de sus maravillosos diálogos, medio

reales, medio imaginados, con su hija Mary Catherine Bateson, ambos geniales

antropólogos, como la mater familias, Margaret Mead, entre muchas otras cosas.

Los movimientos que todos, se nos note más o menos, hacemos al hablar con las

manos, y con otras partes del cuerpo, sobre todo el rostro, no significan nada en sí

mismos. Sencillamente marcan nuestra pauta de naturalidad al hablar, que quienes

nos conocen identifican al instante y les transmite la autenticidad de lo que decimos

y el estado de ánimo con que lo expresamos. Así pues, la pregunta interesante

no es la de por qué movemos las manos al hablar, sino la de qué sucede cuando

dejamos de hacerlo, contrariando las expectativas que genera la pauta. La respuesta

es clara: cuando dejamos de hacerlo, entonces transmitimos cosas como impostura,

desasosiego, etc. Pues lo mismo con los palmeros españoles de los atardeceres

primaverales de 2020. Supimos por qué aplaudían cuando, un buen día, unos dejaron

de hacerlo y otros siguieron haciéndolo: era el instrumento para volver a las

hostilidades entre las dos Españas el día en que los caudillos respectivos llamaron a rebato. Una faceta más de la lógica del rebaño. Adoramos a los pastores más de

lo que ellos adoraron al niño (extraña interferencia: en este momento, suenan en

mi cabeza los ácidos villancicos radiactivos de Derribos, Siniestro y PP Tan Solo, etc., del año 1982).


Yo nunca salí a la ventana a aplaudir (que me perdonen los sanitarios a los que

supuestamente iba dedicado el aplauso). Me hacía sentir la misma vergüenza que

siento cuando se aplaude en las bodas o en los funerales; en general, en las ocasiones

solemnes a las que evito asistir. A esa hora me encerraba en la cocina y

seguía los vídeos de yoga/pilates que me hacía llegar puntualmente mi empleador

(el yoga y el pilates me provocan hoy nauseas). No fue obstáculo para notar que, en

mi barrio, el cotarro de las 20:00 lo dirigía desde un balcón una familia de las que

dejó de aplaudir (vivo en un barrio pijo). Los aplausos desaparecieron ipso facto.

La semana en que se consumó  la escisión, mis vecinos del piso de arriba, palmeros

entusiastas (familiares de sanitario reciente y tempranamente fallecido; un abrazo

donde esté  o aunque no esté en ningún sitio), intentaron seguir haciéndolo. Recibían

cada día por respuesta silbidos. Más la consabida cacerolada.


País. . .


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