El renacimiento de la clínica
Soy consciente de que cualquier texto relacionado con la pandemia que no se traduzca
fácilmente en un elogio o agradecimiento a los profesionales de la salud está
condenado a la malinterpretación. Pero uno no puede andar pidiendo disculpas cada
vez que piensa, escribe o habla, anticipando que va a herir sensibilidades.
En el sentido muy preciso que espero ser capaz de aclarar, la proliferación mundial
del SARS-CoV-2 hizo retroceder la praxis hospitalaria a lo que era hace más de dos
siglos. Como explica informada y lúcidamente Michel Foucault, hasta bastante entrado
el siglo XVIII el médico era básicamente un teórico y un sistematizador de
las disfunciones del organismo y la clínica el espacio en que seleccionaba y estudiaba
a un puñado de enfermos particularmente adecuados a su empresa. Otra cosa
eran los especialistas que, basándose en el conocimiento clínico y en su propia experiencia,
se dedicaban a la atención generalizada de enfermos, normalmente a domicilio
o alojándolos en sus propias casas. En la clínica se concentraban pacientes
que confirmaban y ejemplificaban los intereses concretos de la teorización médica,
afectados, por tanto, de un conjunto muy restringido de enfermedades de interés
(Michel Foucault, El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica.
México: Siglo XX). En este sentido, los hospitales retrocedieron durante los
años 2020, sobre todo, y 2021 a una versión extrema de ese período fundacional
de la clínica, aceptando, casi exclusivamente, la admisión de pacientes portadores
del virus y afectados por sus secuelas. Como si alguien hubiese concluido que del
control del virus se derivaría un estado de salud universal, toda la práctica médica
se concentró en la huidiza y cambiante secuencia de ácido nucleico.
Hay más. El propio Foucault comenta el sutil vínculo original entre la clínica y
los ejércitos, pues fueron los hospitales militares para la atención de las tropas los
que facilitaron el modelo después extensible a la población en general. Lo cierto es que el ejército, como la iglesia, imprime carácter, y aún hoy es inevitable pensar
en jerarquías militares cuando uno se adentra y tiene la ocasión de observar con
cierta atención las dinámicas hospitalarias. En el inicio de la pandemia, existió la
tentación de ponerlo todo en manos de fuerzas militares entrenadas para la acción
directa en situaciones catastróficas. En algunos países, como el vecino Portugal,
el modelo cuajó e incluso la campaña de masiva llamada ciudadana a los puestos
de vacunación está al mando de una llamada Task Force militar, cuyo mariscal se
pasea por el país con equipamiento de camuflaje. En España, finalmente, su función
se limitó a la de guardianes de las fortalezas hospitalarias y de los campamentos
circundantes habilitados para los test de identificación de apestados.
Finalmente, la policía ha sido también, históricamente, una extensión más del
quehacer sanitario. Como lúcidamente escribió, una vez más, Michel Foucault:
“No habrá medicina de las epidemias, sino reforzada por una policía” (Michel
Foucault, op. cit., p.50). Y esto, cuando la función médica no se confunde con
una extensión policial de la práctica política (biopolítica). Foucault lo vio explícitamente
consumado con los revolucionarios franceses del XVIII, que confiaban a
la medicina la tarea de allanar, mediante la extirpación de la infelicidad física, el
camino a la felicidad social. En el momento que a nosotros nos ha correspondido
vivir, y con la jerga propia de los tiempos, la recuperación económica se confía al
control sanitario del virus.
El tiempo, como medida del cambio, es más lento de lo que parece. Se dispara en
lo superficial, pero en lo profundo continúa casi siempre igual a sí mismo.
