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De máscaras y enigmas (Alphaville)

Más allá de la visita legal al supermercado (físico), que solo suponía atravesar un

paso de cebra, salí por primera vez a la calle, tras meses de clausura, para cumplir

con una cita en un centro sanitario. Me sentí como uno de esos

héroes solitarios en una gran cuidad desierta que aparecen de vez en cuando en

las películas. Parece ser que era, además, la única persona que acudía esa tarde

a aquel centro y otro de los médicos que frecuento me llamó valiente

al cruzarse conmigo. Después me dirigí a una farmacia cercana, en la que entré

justo en el momento en que un coche de la policía local se paraba a mi altura, supongo

que para que justificase mi osadía callejera. Además de proveerme de mi

medicación habitual, se me ocurrió preguntar al farmacéutico si tenían mascarillas

quirúrgicas y guantes de látex (como si me propusiese hacerle una autopsia a mi libertad en cuanto llegase a casa). Me dijo que ni una cosa ni la otra, y que era

mejor que no perdiese el tiempo buscándolas. Estaban retenidas en almacenes de

distribución y los farmacéuticos estaban siendo sometidos a chantaje para que las

comprasen a precios desorbitados. Se habían puesto de acuerdo para no ceder. Mi

primera mascarilla me la dio una de mis hermanas. Se la pasó un amigo policía.


En otra de mis primeras salidas a más de cincuenta metros de mi casa, me animé

a acercarme a una tienda de alimentación de la que era cliente prepandémico. La

calle también estaba vacía aquel día, pero a lo lejos, en el paseo opuesto, intuí una forma humana. Era una mujer enmascarada que, a medida que se acercaba, parecía

gesticular agresivamente hacia mí. Al llegar a mi altura cambió de acera y me enfrentó,

dirigiéndome graves insultos: en resumen, que ir sin mascarilla por la calle

me convertía en cómplice de la propagación del virus (con palabras groseras). Como

hemos perdido la noción de las fases y variedad de restricciones/imposiciones

por las que fuimos pasando, subrayo que en aquel momento no se requería llevar

mascarilla en la calle, salvo en puntos de concentración de personas. Además, se

habían convertido en un bien tan escaso como lo fueron en su momento los rollos

de papel higiénico o la masa para hacer pan. El confinamiento permitió que muchos

tuvieran ocasión de recrearse en su fondo fascista y en su vocación policial

mal entendida. Vi a personas reprochando desde la ventana a otras que estaban en

la calle haciendo. . . nada.

La sensación más viva de estar siendo pura y simplemente objeto de burla por parte

de instancias desconocidas me invadía cada vez que paseaba por una calle desierta

cualquiera, ya obligatoriamente enmascarado, y al aproximarme a una terraza

me encontraba con concurridas concentraciones de grupos de desembozados. No

me parecía mal. Simplemente sentía que alguien me estaba obligando a hacer el

ridículo. Por simple cuestión matemática, es evidente que muchos de los que se

mantienen ahora fieles a la máscara no obligatoria, y nos miran censuradores al

cruzarnos por la calle, son los mismos que comparten desenfadadamente terraza

con cualquiera y claman por la reapertura de las barras y la extensión de los horarios

de ocio nocturno hasta volver al estándar español prepandémico (todo lo cual

me parece muy bien).


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