top of page

Turismo accidental

Perth, AU

perropampa™

listening to music is traveling #4

Perth AU____________________________________

listening to music is traveling 4perropampa™
00:00 / 29:48
Brighton Beach, Melbourne
Probablemente, el mejor sello discográfico de Australia
Playa de El Altet, Melbourne, Alicante (y viceversa)
Basin Beach, Perth, Lanzarote, Western Australia (y viceversa)
The Scientists
Tame Impala
Pond
Ilustraciones de Pogo
The Triffids
Born Sandy devotional (1986). La portada es una imagen de Mandurah, setenta quilómetros al sur de Perth, en 1961, antes de convertirse en un núcleo urbano de más de 100.000 habitantes
Una imagen que vale más que todas mis palabras. Fuente: Robin 'Summerisle' Webb, un turista esencial
El viajero accidental tiende a ser un viajante esencial atípico
«Uno de los sencillos más perfectos (y buscados) jamás creados»
«El sonido de los Byrds, el ingenio de los Kinks y el corazón de los Triffids»

Últimamente parece que el mundo se lo dividen los terraplanistas y los defensores de que los australianos caminan boca abajo. A mí el asunto no me quita el sueño. Lo que yo pienso, un poco a contracorriente, es que el mundo es un enjambre de mónadas (efectivamente, Leibniz), cada una de las cuales contiene armoniosamente el reflejo de todas las demás. Ahora bien, no sé responder a la pregunta de si las mónadas son planas o redondas (aunque sospecho que, si hiciésemos una prueba al efecto, la mayoría respondería que «mónada» es nombre de algo redondo, igual que se suele responder que, puestos a elegir, «bouba» nombra algo redondeado y «kiki» algo anguloso). En el fondo, a mí lo único que me afecta del asunto es que, sea en línea recta, dando un rodeo o sumergidos en una mónada, Melbourne, la cuidad que tengo como el mayor hervidero de la música minúscula del momento, queda demasiado lejos como para aprovecharse en vivo de esa efervescencia. De modo que tengo que conformarme con hacerlo como turista accidental, lo que tampoco está tan mal.

Da la casualidad de que uno de los mejores sellos discográficos australianos no está en nuestras antípodas, sino en las antípodas de nuestras antípodas. Es decir, por aquí cerca, concretamente en El Altet, Alicante. Muchos conoceréis a Pretty Olivia Records. Tengo entendido que detrás del sello está una persona maravillosa con una historia de amor a la música minúscula absolutamente admirable. Lo de «sello discográfico australiano» es metonímico, claro, porque, en realidad, Pretty Olivia también nos ha regalado muchos discos de otras latitudes y sin distinguir hemisferios. Sin embargo, el hecho de que su catálogo acoja joyas de gente como Adele & The Chandeliers (atención, esta Adele es la chica que muchos recordaréis como componente de los primeros Go-Betweens), The Golden Rail, The Jangle Band o The Rainyard, debería hacer inevitable que, tarde o temprano, el jefe del estado de aquel país, Charles Philip Arthur George, aka Charles III, distinga al CEO de Pretty Olivia Records como Companion, Officer, Member o, al menos, Medalist de la Order of Australia©.

A Pretty Olivia Records yo le debo, entre otras cosas, que confirme en (in)cierta medida mi visión monadológica frente a la planitud versus redondez de la Tierra: Melbourne (Victoria, AU) se refleja en El Altet (Alicante), que se refleja en Melbourne (Victoria, AU), que conjuntamente se reflejan en City of Karratha (Western Australia, AU) o Abioncillo de Calatazañor (Soria), que conjuntamente se reflejan en Melbourne (Victoria, AU) y El Altet (Alicante), que conjuntamente se confunden en entes monadológicos perfectos como Pretty Olivia Records. No tengo ni idea de cómo se salda una deuda así, pero que conste, al menos, que la reconozco. Le debo a Pretty Olivia Records, además, la confirmación de que no hace falta perderse en la maravillosa maraña de la movida musical de los grandes centros de las movidas musicales (como Melbourne, Victoria, AU, o Abioncillo de Calatazañor, Soria) para que uno pueda sentirse musiminúsculamente (¿minusmusicalmente?) realizado; también, de que no hay nada como la periferia de la periferia para elevar a la máxima potencia los mayúsculos placeres de la música minúscula.

Conocí Perth a través del turismo accidental literario. Y, también, gracias a una editorial independiente que lleva publicando libros excelentes desde el año 2015. Una de esas editoriales que confían en autores que casi nadie conoce, pero que consigue que confíes en su calidad porque la editorial confía en ellos: Tres Hermanas, creo que localizada en Madrid. Pues Tres Hermanas tiene una colección llamada «Tierras de la Nuble Blanca» dedicada en exclusiva a la literatura australiana. Llevan tres títulos y estoy impaciente por que aumenten pronto esa nómina. De uno de esos libros es autora la magnífica escritora Joan London: se titula La edad de oro y transcurre en Perth. No cuento la historia, salvo que tiene que ver con el azote de la poliomielitis a mediados del siglo XX y con el papel de la música y de la literatura en el amor entre personas heridas. A mí me permitió vivir un par de semanas en la costa oeste del continente australiano. Lejos, lejísimos de casi todo. (Las caras de mis amigos de Melbourne, Kay y Breton, cuando se enteraron de que había leído a Patrick White, Joan London y Anna Maria Burn fue todo un poema; lo de Peter Carey y algún otro les parecía tolerable, pero ¿White, London y Burn? Me llamaron de todo menos sexy: pedante, erudito, friqui, sibarita y cosas aún peores). Perth tenía por aquel entonces unos 300.000 habitantes (Melbourne casi llegaba ya al millón y medio en mitad del siglo XX); hoy supera los dos millones (Melbourne los cinco millones). Supongo que necesito leer pronto una segunda parte de La edad de oro porque, evidentemente, Perth ya no es lo que era entonces. De todos modos, tampoco es Melbourne ni Abioncillo de Catalañazor.

Antes de que Perth alcanzase en 1984 el millón de habitantes (no sé qué me ha dado con esto de la demografía urbana), ya había surgido en algún garaje y tocado en más de un garito de la cuidad una de las más interesantes bandas post-punk o proto-grunge de toda aquella década: The Scientists, con el carismático Kim Salmon a la cabeza. Se les ha comparado, sobre todo, con los New York Dolls (con mucha menos parafernalia y sin litros de pintura encima). Se pasearon con frecuencia por Europa, codeándose en los escenarios con The Gun Club, The Jesus and Mary Chain o Alan Vega, entre otros. Su música ha sido definida como la fusión perfecta entre el guitarreo punk (más americano que europeo) y el tintineo típico del rock de las antípodas. Sus discos siguen reeditándose (Numero Group publicó en 2016 una magnífica caja con sus mejores LP, su mejor material temprano y unos cuantos directos). Creo que deberían estar entre los preferidos de muchísimas bandas que surgieron después por todo el mundo, pero tampoco está mal que se hayan quedado en eso que se llama una «banda de culto» [Imagino que será vano el intento de cambiar a estas alturas esa expresión tan rimbombante por otra como «banda de incultos»; me conformaré secretamente con saber que el derivado patrimonial del latín cultus es «cucho» (lo de «culto» es, eso, un cultismo) y que «cucho» es el nombre del estiércol en Asturias. Pueden fiarse, lo registra el DLE™. «Banda de cucho». Mucho más punk, ¿verdad?]. Afortunado el que aún no haya escuchado aún a The Scientists. Siguen siendo un material fresquísimo.

No serán pocos los que estén de acuerdo en que una de las sonoridades más características de la última década musical se debe al genio de Kevin Parker. Entre los reticentes, unos cuantos seguro que dan su brazo a torcer con la simple aclaración de que Kevin Parker es el factótum del grupo Tame Impala, si es que Tame Impala no es directamente el alias de Kevin Parker. A mí, sinceramente, solo me gustan los dos primeros discos de Tame Impala. Lonerism me dejó en 2012 todo lo boquiabierto que es capaz de dejarme un disco y sigue siendo uno de esos que no me canso de escuchar. Todo lo contrario de lo que me ocurre con Currents, de 2015, que por muy brillante que sea de principio a fin, lo reconozco, me provoca un deseo incontrolable de cambiar de disco al poco tiempo de ponerlo. Total, que siento hacia los discos de 2010 (Innerspeak) y 2012 de Tame Impala un entusiasmo comparable al rechazo que me producen los discos de 2015 y 2020 (The slow rush). Con todo, insisto en que el retrofuturismo-cum-neopsicodelia de Tame Impala me parece una de las sonoridades más características y definitorias de toda la década de los dos mil y diez. Pues bien, y es a lo que quiero llegar, la sonoridad de Kevin Parker aka Tame Impala es una sonoridad originalísimamente autóctona de Perth, Western Australia, AU.

 

Por cierto, también originaria de la misma cuidad, existe una interesante versión de Tame Impala minus Kevin Parker llamada Pond. Tuve la oportunidad de escucharlos en uno de esos agujeros de gusano monadológicos que son los festivales de primavera, verano y hasta otoño musicales y no están pero que nada mal. Pond no es un caso más de ansiedad de influencia de una figura mayor: sucede que son los músicos que acompañaban a Kevin Parker en la primera encarnación de Tame Impala. Y de un esqueje sonoro no debe esperarse una planta musical muy diferente de la que antes fue parte.

Puestos a escoger, mi disco preferido de Kevin Parker es Melody’s Echo Chamber (2012), que no es un disco de Kevin Parker, sino de la parisina Melody Prochet, aka Melody’s Echo Chamber. Ella tuvo muy claro que la sonoridad de Kevin Parker era lo que sus canciones necesitaban para alcanzar esa cualidad onírica que rotundamente consiguieron con la producción del australiano. Y también añado como preferido, aunque con una cierta osadía, el impactante disco de Anni B Sweet de 2019, Universo por estrenar, que no solo no es un disco de Kevin Parker, sino que ni siquiera ha sido producido por él. Sin embargo, los arreglos suenan inequívocamente a Tame Impala, de modo que mi hipótesis en una primera audición a ciegas del disco fue que se trataba de una nueva obra maestra del arte de Kevin Parker como productor. La verdad es que muy despistado no andaba: el productor es James Bagshaw, componente destacado de Temples, una de tantas bandas de neo-psicodelia que no consiguen disimular su fascinación por Tame Impala (¿no es acaso Temples un anagrama de Tame Impala?). Por cierto, que el concepto gráfico del trabajo de Anni B Sweet es del mexicano Alfredo Conrique (Pogo), quien, cómo no, es autor de portadas y cartelería para Tame Impala.

Lo dicho, mónadas que se reflejan las unas a las otras es una especie de sofisticada armonía prestablecida. Perth, AU, está un poco por todas partes.

Por cierto, Perth superaba ampliamente en 2010 el millón y medio de habitantes.

En 1986, cuando Perth aún no alcanza el millón y cien mil habitantes, la cuidad crece y se ennoblece musicalmente con la publicación de dos discos fundamentales: Born Sandy devotional e In the pines, trabajos que afirmaron además la doble personalidad, única e intransferible al mismo tiempo, de The Triffids, grupo que no debería faltar en ningún relato del legado musical auténticamente memorable de los años ochenta. La música de The Triffids suele explicarse como una síntesis de influencias country y folk, debidamente pasadas por el filtro del territorio australiano, la inyección de sonoridades propias de los estudios de grabación de los años ochenta y la bendición de las habilidades compositivas, y de una voz de esas que llaman mercuriales, de David McComb. De Born Sandy devotional suele decirse que es el disco cosmopolita de The Triffids, concebido y grabado en Londres mientras el grupo residió, como los Go-Betweens e imagino que tantos otros buscavidas aussies, en la capital del cosmopolitismo musical del momento; de In the pines suele decirse, en cambio, que es el regreso a las raíces, a los paisajes y a las sonoridades de Western Australia, tras dar la banda por concluida su etapa británica. Yo no lo veo tan claro, porque, en el fondo, ni Born Sandy devotional es un disco tan sofisticado, ni In the pines tan lo-fi, como suelen presentarse. Amplios fragmentos de uno y otro disco podrían pertenecer a su antecesor o sucesor sin desentonar en los conjuntos resultantes. A mí me gusta imaginármelos como los dos discos 1 y 2 de un trabajo doble, la narración del largo viaje interinsular e intercontinental del grupo como un intinerario doblemente «venturoso» (vid. acepciones 2 y 3 del DLE™: «2. borrascoso, tempestusoso; 3. que implica o trae felicidad»). Triffid nombra, por cierto, un tipo de planta ficticia capaz, entre otras cosas más terribles, de recorrer largas distancias (no busquen traducción al español: google™ les devolverá trífido, -a, que DLE™ les definirá a su vez como «abierto o hendido por tres partes»).

The Triffids fue uno de esos grupos capaz de componer un auténtico himno musical. Se llama «Wide open road» y es, claro, una composición del gran David McComb. Es un himno triste, habla de la separación, pero también esperanzador. Una de las mejores canciones de toda la década de los ochenta.

 

A menudo el viajero, accidental o esencial, se presta a desplazamientos más o menos tediosos para satisfacer curiosidades minúsculas que, a ojos de los demás, podrían resultar estrafalarias (estrafalario: «extravagante en el modo de pensar o en las acciones»; extravagante: «cada una de las constituciones pontificias que se hallan recogidas y puestas al fin del cuerpo del derecho canónico, después de los cinco libros de las Decretales y Clementinas». Quien no se engancha al DLE™, es porque lo ha probado poco).

 

Yo mismo viajé en una ocasión a la capital del Reino Unido sin más propósito que visitar el Hunterian Museum del Royal College of Surgeons of England, un sorprendente gabinete de curiosidades biológicas organizado en el siglo XIX por quien la historia ha falsificado como el opositor arquetípico de Darwin, el gran Richard Owen. Lo que hoy puede visitarse, en el bellísimo entorno de la elitista London School of Economics, es lo que pudo conservarse y reconstruirse tras el Blitz de 1940-41. La extravagancia de mi visita quedó confirmada por los propios cuidadores del museo, que no resisten la curiosidad de saber qué extrañas motivaciones pueden tener los escasos y solitarios visitantes de aquellas agobiantes salas, a su manera hermosísimas, repletas de todo tipo de monstruosidades orgánicas. Para mis conocidos, viajé a Londres a conocer la mítica Round House de Candem, escuchar a los hermanos Jim y William Reid después de años de desavenencias y silencio, y conocer algunos de los barrios emergentes a los que se trasladan los londinenses para escapar de esa huella de carbono abstracto (o no tan absracto) que es la presión del turismo esencial (supongo que contribuyendo a forzarlos a un nuevo ciclo de migración urbana interna; mis disculpas).

Richard Owen fue, por cierto, un gran especialista en la fauna, actual y ancestral, de Australia y Nueva Zelanda, que inspiró su propia teoría de la evolución y la selección natural en condiciones de aislamiento. Teoría que no veo en absoluto descaminada para explicar la singularidad y la belleza de todo el itinerario musical que me ha traido hasta aquí, en realidad disculpa, como las disculpas que el viajero extravagante se ve obligado a elaborar ante sus normotípicos amigos, para acabar visitando accidentalmente ese ejemplar supremo de la música monotrema que rescató del olvido en 2014 Pretty Olivia Records: The Rainyard. Como yo no la podría describir mejor, cito:

The Rainyard fue una increíble banda australiana de jangle pop. Lanzaron uno de los sencillos más perfectos (y buscados) jamás creados en el legendario sello Summershine en 1991. Infelizmente, el resto de sus gemas nunca fueron publicadas... ¡hasta AHORA! Quince canciones pop geniales, llenas de energía y de guitarras tintineantes, melodías perfectas y estribillos inolvidables. De Perth al mundo... ¡The Rainyard!


Así es como Pretty Olivia Records presenta el que tal vez sea el buque insignia de entre todos los barcos de papel que componen su impresionante catálogo de música minúscula. Según nos cuenta la propia Pretty Olivia, hubo un intento de refundación de The Rainyard en 2015 que, según se mire, concluyó en fracaso o en éxito: The Rainyard no renació, pero de su no renacer nació The Jangle Band. Y con un magnífico disco bajo el brazo, Edge of a dream, «un álbum repleto de razones para seguir creyendo en las melodías, las armonías y las guitarras tintinenantes. Con el sonido de los Byrds, el ingenio de los Kinks y el corazón de los Triffids». ¿Algo exagerado? Me temo que no.

¿Cómo resistirse a viajar, aunque solo sea accidentalmente, a Perth? Vayan haciendo sus maletas.

TRES RECOMENDACIONES (Y POR QUÉ)

1. The Scientists. A place called bad. Numero Group, 2016.

Porque ahí está todo. Y porque demuestra que no es nacer o vivir en Nueva York o en Berlín lo que puede hacer que tu banda sea una de las más cool del mundo.

 

2. The Triffids. In the pines. Domino, 1986.

Porque casi todos coinciden en que capta como ningún otro disco de The Triffids el rock-country-folk de la banda y el talento lírico de David McComb para traducir a notas musicales los solitarios paisajes, físicos y mentales, de la Australia profunda.

 

 

3. The Rainyard. A thousand days. Pretty Olivia Records, 2014.

Porque es el destino obligatorio para cualquier turista accidental en la muy noble, muy buena y muy musical cuidad de Perth.

FreeCulturalWorks_seal_x2.jpg
bottom of page