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upon all the living and the dead
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Nacho, el “suicida permanente” de Amanece que no es poco, consigue finalmente quitarse de encima su personaje y pasárselo a Cascales, que no es que quiera suicidarse, simplemente quiere un papel, cualquier papel, en la película. Imagino que nadie es suicida por gusto o por vocación. Un suicidio es una eutanasia casera, seguramente chapucera y dolorosa en la mayoría de los casos, una solución extrema que solo puede explicarse por un prolongado e insoportable sufrimiento o un estado de desesperación extremo. Existe, sin embargo, una especie de mística del suicidio, asociada a esa estúpida frase de “muere joven y deja un cadáver bonito”. El panteón de la iglesia del rock está repleto de jóvenes cadáveres icónicos, víctimas, algunos, de los excesos propios del código de comportamiento esperable de una estrella del rock; otros, más tristemente, de un sufrimiento o una desesperación capaces de adueñarse de la voluntad y aniquilar el deseo de vivir. A algunos de estos, una imagen atractiva definitiva les ha garantizado la supervivencia en la memoria colectiva tanto (o más, en algunos casos) como el talento musical.


La muerte prematura, la causada por excesos evitables o la debida al sufrimiento o la desesperación extremos son realidades de las que cualquiera puede llegar a ser testigo en su entorno. No me parece mala idea que la Historia Ilustrada del Rock (Litera Libros, 2018), de la que son autores la escritora Susana Monteagudo y el ilustrador Miguel Demano, destinada al público infantil, dedique un capítulo a hacer una semblanza de algunos de los más célebres músicos muertos prematuramente. Se titula, cómo no, “Cadáveres bonitos”. Si tuviese hijos o sobrinos de la edad indicada, no desaprovecharía la oportunidad que esa sección del libro ofrece para tener una buena conversación, entremezclada con buena música, sobre una cuestión tan delicada como tristemente posible. Brian Jones, Ian Curtis, Jeff Buckley, Kurt Cobain y Amy Winehouse son algunos de los artistas que merecen una semblanza verbal y plástica en las dos páginas tipo álbum que ocupa el capítulo. Los comentarios son directos y las ilustraciones visualmente elocuentes (Ian Curtis aparece con la soga al cuello y los ojos desorbitados), pero en absoluto estremecedores u ofensivos. Captan la realidad de la muerte de esos jóvenes artistas, sin añadir pizca de sensacionalismo. Consigo verme entablando una conversación con un niño de diez años sobre quiénes fueron, qué hicieron y por qué murieron esas personas que deberían estar disfrutando la mejor de las vidas imaginables y en el mejor momento de cualquier vida.


Un ejercicio tan meritorio y bien ejecutado como el realizado por Monteagudo y Demano no podría, naturalmente, aspirar a la exhaustividad. Habría sido, de hecho, desaconsejable. No obstante, alguna ausencia entre los “cromos” del capítulo sí que me ha entristecido, casi más que la tristeza que ya producen sin más los presentes. Imagino que para el próximo o el sincero admirador de alguien que ha muerto así, el reconocimiento póstumo de lo hecho en vida tal vez pueda servir de algún alivio para la dolorosa llama que hayan dejado encendida. Siendo los autores españoles y dirigiéndose el libro en primer lugar a un público de hispanohablantes (aunque ya he tenido en mis manos la edición portuguesa; Orfeo Negro, 2020), la ausencia de Eduardo Benavente (Alaska y los Pegamoides, Parálisis Permanente) resulta especialmente sensible. Benavente falleció en 1983, cuando tenía 20 años, en un accidente de tráfico entre conciertos. En su caso, ni excesos ni desesperación, sino algo así como un accidente de trabajo, que supongo que también puede contar para eso de dejar un cadáver bonito. En el libro se comentan la muerte en accidente aéreo, entre concierto y concierto, de Buddy Holly a los 22 años o la de Chris Bell (Big Star) a los 27 en accidente de tráfico. Uno se pregunta de qué habría sido capaz alguien como Eduardo Benavente, que a los 20 años ya había grabado canciones tan rotundas como “Quiero ser santa” o el LP El acto. Queda el consuelo de que una carrera interrumpida, como la suya, tal vez haya sido la manera de ahorrarnos el bochorno de la trivialización o el tedio de la repetición.

 

Sospecho que se deba a olvido o descuido la ausencia de Elliott Smith, muerto en 2003 en circunstancias no aclaradas, pero violentas, a los 34 años. Es casi imposible escuchar hoy la melancólica música de Smith de otro modo que no sea como una anticipo de su desaparición. Más comprensible es, por ejemplo, la de Nick Talbott (Gravenhurst), que seguramente no alcanzó el nivel debido de popularidad en vida. Talbot murió en 2014, a los 37 años, por causas que la familia no quiso revelar. De todos modos, Talbot, con discos de tan alto nivel como Fires in Distant Buildings (2005), The Western Land (2007) o The Ghost in Daylight (2012), merecería entrar en la lista como el que más. ¿Tal vez su cadáver no era lo suficientemente bonito? Algo de eso puede haber. La imagen de Talbot no estaba a la altura de su deslumbrante música. Sin embargo, para quienes lo recordamos, y con mucha frecuencia, no existe imagen más luminosa de Nick que la de su música.


Semejante causa puede explicar también la ausencia del gran Adrian Borland en una lista en la que alguien de su altura musical nunca debería estar ausente (su ausencia física ya es suficientemente triste). Porque, en el caso de Borland, estamos ante alguien que realizó una aportación crucial en la transición de las músicas de los setenta a las de los ochenta. En la colección de Monteagudo y Demano se encuentra, cómo no, Sid Vicious. Pero, seamos francos, Sid Vicious no aportó absolutamente nada a la historia y la evolución de la música popular reciente. Como mucho, eso, una truculenta historia y un bonito cadáver, porque, por lo demás, simplemente fue el pelele con el que McLaren intentó prolongar artificialmente la historia de los Sex Pistols tras la espantada del verdaderamente talentoso Rotten. Sé que muy pocos necesitarían preguntarme quién fue Sid Vicious (subrayo, una auténtica nulidad musical), pero que muchos sí que se preguntarán quién fue Adrian Borland.


Algo (pero no mucho) más que Adrian Borland es recordada su banda de los años ochenta, la magnífica The Sound. Los discos de The Sound se han ido reeditando en los últimos años, pero sin mayores consecuencias en el reconocimiento del grupo. Sin embargo, creo que sus dos primeros discos, Jeorpardy (1980) y From the Lions’s Mouth (1981), son en conjunto bastante superiores a los discos de esos mismos años de, por ejemplo, Echo and The Bunnymen (Crocodiles, 1980 y Heaven Up Here, 1981). Menciono a los Echo por dos razones: en primer lugar, porque siempre han sido el punto de comparación obvio de The Sound; en segundo lugar, porque soy fan incondicional de Ian McCulloch y sus muchachos, lo que implica que he puesto el listón bien alto. ¿Por qué Echo and the Bunnymen son hoy parte indiscutible del canon musical de la década de los ochenta y The Sound apenas conocidos? ¿Por qué cualquiera reconoce a Ian McCulloch como una leyenda del rock (empezando por él mismo, que así se ha definido alguna vez) y Adrian Borland es un perfecto desconocido que acabó tirándose a las vías del metro en abril de 1999?


Borland desarrolló una carrera en solitario en los años noventa, con algún resultado tan excelente como, una vez más, desconocido. Cinematic (1995), que acaba de ser reeditado, es el mejor punto de referencia para valorarla. A su lado, la carrera en solitario de McCulloch, al que insisto que admiro sinceramente, es de nivel notable bajo. El de Borland era, digamos, nivel Julian Cope en sus mejores momentos. Con todo, algunas de las principales razones por las que el nombre de Adrian Borland debería estar escrito con letras de oro en cualquier historia de la música rock tienen que ver con su breve historial pre-The Sound.


Es común atribuir la autoría del primer LP del punk británico a The Damned, que habrían ganado por la mano a Sex Pistols, víctimas de sus devaneos y conflictos con las diferentes multinacionales con que coqueteó McLaren. Sin embargo, el primer disco verdaderamente punk independiente (aka DIY) del Reino Unido lo firmaron The Outsiders, a cuyo frente estaba Adrian Borland. El disco se llama Calling On Youth (1977) y es, como su continuador Close Up (1978) excelente. Este simple dato justifica suficientemente la reivindicación de este texto.


El suicidio de Borland, tras catorce años de severa depresión, ha sido relacionado a menudo con su incapacidad para alcanzar el reconocimiento que para algunos parecía tan fácil y para él, con todo su talento, una misión imposible. No hace mucho leí, en algún sitio que no he conseguido volver a identificar, que el único detalle que marcó la diferencia entre una banda como The Sound y bandas como Echo and the Bunnymen o The Teardrop Explodes fue que la de Borland no daba la altura en cuestión de imagen. Está claro, o sospecho al menos, que Adrian Borland no dejó un cadáver bonito.


Concluyo esta reivindicación de la música, antes que del cadáver, de Adrian Borland, dejando constancia de algunos motivos recientes más para acercarnos a ella. El primero es la reedición en 2019, por la discográfica Mad Butcher, del 7” “One to Infinity”, que The Outsiders grabaron y publicaron originalmente en 1977. El segundo es la puesta en circulación del 12” (sello Genetic Music, 2013) del material de The Beautiful Losers, un proyecto post-punk del que formó parte Adrian Borland en el arranque mismo de los años ochenta. El disco contiene cuatro piezas, en el mejor estilo de Joy Division o los primeros The Sound, producidas por el propio Adrian Borland. Por último, la reedición del EP “Physical World” (Reminder Records, 2020), que The Sound grabó en 1979. Los dos últimos discos se deben a la iniciativa de Philip King (Felt, Lush, Jesus and Mary Chain), que fue componente de The Beautiful Losers y está hoy detrás de Reminder Records. Adrian Borland está lejos de ocupar un lugar en el imaginario colectivo, pero su memoria, al menos, está en buenas manos.

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